Rafael Fernando Navarro
Niños de posguerra fuimos. Niños-pecado. Con amistades particulares peligrosas de homosexualidad incipiente. Niños-pecado que miraban el jersey de quince años con imaginadas palomas interiores.
-Padre, me gusta una vecina.
-No digas eso, hijo. Las mujeres están puestas en el mundo para hacernos pecar. Sucedió con Eva y ella fue la culpable de la muerte de Cristo. Si es necesario, arráncate los ojos, porque más vale entrar ciego en el reino de los cielos que…
-Padre, a veces me acaricio el alma.
-Eso es un pecado terrible. Haces llorar lágrimas de sangre al Sagrado Corazón y matas nuevamente a Cristo. Jesús vuelve a sufrir toda la pasión por tu culpa. Además debes saber que ese pecado de la carne hace que se reblandezca tu médula espinal y podrías llegar a quedarte paralítico y afecta a tus meninges y te volverías tontito para toda tu vida.
Y uno se marchaba atormentado, con miedo a mirarle la cintura a la Giralda. ¿Era aquello cristianismo o sólo adoctrinamiento sectario, obscurantista? El dios-hombre-del-saco, el dios-látigo, nunca la visión liberadora de un mensaje creador.
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