Las parábolas evangélicas me llegan hondo. Tienen para mí una gran fuerza aun cuando pasado el tiempo me haya alejado de la práctica religiosa y me halle ahora en ese espacio mental que denomino “tierra de nadie”, ni religioso ni profano. Y tal vez sea esta fuerza motivadora la razón por la que me cuesta a menudo coincidir con el punto de vista de quienes las comentan desde la perspectiva religiosa.
Tal me ocurrió con el evangelio del pasado domingo, 25 Tiempo Ordinario (A) Mateo 20, 1 – 16, que me llegó, como de costumbre, a través del boletín de “ecleSALia” comentado por José Antonio Pagola [1].
Admiro a Pagola, leo con agrado sus escritos y suelo reenviarlos a mis contactos. En esta ocasión lo hice con una cabecera que en síntesis decía:
Os invito a reflexionar sobre esta parábola desde la perspectiva que puede tener una persona no creyente. Sin el menor ánimo blasfemo, os invito a suprimir el término Dios y tratar de ver esta parábola con ojos puramente humanos. Si lo hacéis, veréis que es un claro ejemplo de esa justicia equitativa que tanta falta hace en nuestro mundo actual.
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