Los dictadores siempre apelan al bien del pueblo para justificar su implantación, su permanencia en el poder y el expolio de los derechos más fundamentales y humanos. Por eso las dictaduras se sitúan fuera de la política, porque arrancan el poder de las manos del pueblo que debe ejercerlo convirtiendo en súbditos a los ciudadanos. Están pues viciadas en su propio nacimiento y su duración significa la antipolítica por antonomasia. Es imposible dignificar la tiranía.
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