La vida humana no es digna si termina con indignidad. Uno sabe de muerte en las almohadas. Madrugadas hospitalarias con la muerte apoyada en las clavículas. Por eso aboga por la decencia existencial que la convierte en el último acto del propio devenir vital. “El hombre es un ser-para-la-muerte” Lo afirmaron los existencialistas a mediados del siglo pasado, proclamando una verdad grabada sobre la dimensión de la temporalidad. Pero fue sólo una visión desencarnada de la unicidad de cada ser humano. Más exacto es decir que el “hombre es un ser-para-su-muerte” Morirse es un verbo reflexivo. Cada uno muere su propia muerte. Y a cada uno hay que adjudicarle la posibilidad de convertirla en una creación luminosa para culminar así la propia existencia.
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