Pepcastelló
En el transcurso de una eucaristía que se celebró hace unos días para festejar los cien años de una monja y a la vez sus setenta y cinco de vida religiosa, cuando el oficiante se preparaba para “convertir” el pan y el vino en el «El Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo», me vino a la mente la nota dos veces buena (por buena y por breve) de Luis Alemán “Un apunte sobre las primeras comuniones” que pocos días antes había leído en “feadulta”. Y también los de José M. Castillo sobre “La Iglesia como sacramento”; y algunos de Juan Luis Herrero y de otros que escriben con similar talante sobre lo que es y lo que debiera ser la Iglesia. Y se me ocurrió −¡blasfemo de mí!− que mientras el centro de la liturgia católica sea el goce de la ingestión divina, pocas posibilidades hay de que se produzcan cambios profundos en la Iglesia Católica Romana. Porque, ¿para qué cambiar nada si gracias a como ahora están las cosas los fieles católicos pueden alimentarse a diario con «el Cuerpo de Cristo», el mismo Dios hecho carne humana?
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