No hay duda de que existe una taxativa diferencia entre, por ejemplo, la lapidación de mujeres en algunos países islámicos y la frecuente tortura y muerte de mujeres en Ciudad Juárez (México).
La primera está insólitamente amparada por la ley o por el estado mientras que las segundas parecieran estar protegidas más bien por el silencio cómplice de las autoridades civiles y policiales de la región.
Sin embargo en el primer caso, imagen mediante, nos sentimos horrorizados por la incalificable crueldad de un castigo que conduce a la muerte y en el otro la fría mención de las cifras aunque el número de mujeres asesinadas sea considerablemente mayor en la frontera del norte mexicano nos deja tal vez asombrados pero casi indiferentes.
Pareciera que la reiteración de tan incalificable fenómeno le otorgara a sus autores una especie de “patente de corso” para el crimen y pareciera también que al entrar en las estadísticas el horror dejara de golpear en la conciencia de la gente. Un asesinato, una muerte próxima, una víctima identificada nos conmueven pero los crímenes masivos no dejan huella y hasta en situaciones bélicas llegan a ser cínicamente calificados y aceptados como “daños colaterales”.
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