Tenía una conciencia clara de sí misma. Era una sociedad perfecta. Papa-Rey en la cúspide. Cardenales-Príncipes. Obispos-Delegados. Y el rebaño alimentado de órdenes devenidas en cascada.
Pensamiento único, dogmático, hermético. Derecho coercitivo sin margen para la iniciativa intelectual y discrepante. Y un brazo ejecutor, tras el juicio inquisitorial, con restos de Miguel Servet, por ejemplo.
Llegó el Papa Bueno: Juan XXIII. Y el Vaticano II. Iglesia de puertas abiertas, respirando aire fresco. Papa sin tiara. Primero entre los iguales. Rebaño convertido en pueblo de Dios itinerante, peregrino, buscador de horizontes. Autoridad convertida en servicio.
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