A menudo me devano los sesos tratando de encontrar el porqué de la semejanza de paisajes que observo a lado y lado de esta tierra de nadie en la que me exilié hace ya tiempo. Desde lo alto de mi incómoda atalaya sobre la que me esfuerzo por mantener un equilibrio casi de estilita, observo que apenas hay diferencia entre el mundo religioso y el profano. En ambos veo infinidad de altares erigidos en honor de los infernales ídolos adorados por esta civilización occidental cristiana de la que soy parte, sobre los que se prodiga un culto permanente por parte de gobiernos y entidades de todo orden, al cual se entrega la mayor parte de la población tanto en público como en lo más recóndito de casi todos los hogares. Las ofrendas de sudor, sangre y sufrimientos, propios y ajenos, no faltan sobre los idolátricos altares del dinero, la fama, el triunfo, el éxito personal, el confort, el poder...
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