El capital y los militares siempre se han atribuido un mesianismo delirante para salvar a los pueblos de sus propias decisiones. Cuando a juicio de ambos poderes fácticos los electores toman un camino que va contra los propios intereses, ejercen su orgullo de salvadores de la historia para reconducir la economía y el orden. Y en nombre de la patria, de los valores de la tradición y de los intereses bancarios se colocan en sillones presidenciales. Los pobres, los ignorantes, los marginados deben confiar sus estómagos vacíos a la limosna siempre caritativa y piadosa de los bolsillos de los poderosos.
Y acompañando a esos poderes, dándole la sombra refrescante del palio, la Iglesia. Una Jerarquía hipostáticamente pegada a la billetera y los fusiles.
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