Mi viejo y tres amigos armaban la tipografía y en una antigua Minerva imprimían unos volantes a repartir lejos del barrio. Una tarde que entramos al taller con el mate y las medias lunas, los cuatro buscaban resumir que el enemigo nos llenaba a cada uno de egoísmo, un arma impiadosa con la solidaridad. Sin esquivar alguna broma, entre ellos llevaría su tiempo conjugar con brevedad la idea y al irnos mi madre les cuestionó el término enemigo, por estridente. Ella prefería que cada renglón fuera una voz de papel y no panfletos estilo ‘madrugada y fábrica sería lindo si nos explotaran menos’. Y menos en época de condecoradas arengas, advertencias a la población y aguas revueltas que exigían hablar en un murmullo.
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