Cables de agencias internacionales nos informan del asesinato de doce personas (entre ellas, tres adolescentes) en San Pablo, Brasil, los pasados 9 y 10 de mayo. Para una megalópolis donde se registran casi cuarenta homicidios diarios, la noticia no es relevante. Sin embargo, el hecho de que se haya fusilado a mansalva a seis indigentes que dormían bajo un puente, una noche, y a seis habitantes de un asentamiento precario, otra noche, habla de un plan sistemático de exterminio y de la existencia de un grupo operativo con las mismas características de los escuadrones de la muerte que tanto dolor y terror sembraron en la región, las últimas décadas.
Los tiempos de los tribunales -se sabe- son más lentos que los tiempos del crimen. Por eso, suele darse la terrible coincidencia de que en el mismo momento en que se hace pública la liberación de policías y civiles involucrados en matanzas, vuelven a producirse matanzas que tienen el mismo sello, incrementando el terror y el sentimiento de indefensión de las futuras víctimas. Ya es hora de preguntarse si la difusión (muchas veces, pormenorizada y morbosa) de las masacres, no es parte del mismo dispositivo de terror.
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