Apenas un encendedor corta la oscuridad. Una luna flaquita, en creciente, no aporta mucho para que ella tenga alguna certeza de que las sombras que van y vienen, las corridas y los tiros no vayan a rozar a sus criaturas. Las sostiene entre los brazos, las manos como tenazas. No tiene leche para darles. Y sabe que en cualquier momento deberá correr, con la traba de sus polleras, y cargarlas como se pueda. No sabe de quiénes tiene que huir. Pero deberá correr. Con la angustia de que no habrá una casa donde entrar y cerrar con llave y resguardarse en un calorcito que es propio.
Esa noche hubo muertos. Ella vivía entre cuatro chapas alquiladas en la Villa 20 y le dijeron que loteaban el Parque Indoamericano. Si al final era un basural. Un depósito de autos viejos. Un pastizal de ratas y mosquerío. Si loteaban había que estar, elegir un lugar y sentarse a esperar. Llevarse una lona y armarse un techito, hasta que empezaran a construir. Nadie tiene casa por ahí. Había que apurarse.
No sabe qué pasó de pronto. Cuando aparecieron las hordas armadas. Cuando la policía empezó a tirar desde el puente. Y cayó el marido de su vecina. Y la mujer que vivía cerca de su casilla. Y ella corrió, corrió con sus cachorros alzados y tapadas las caritas con sus manos que parecían veinte manos pero eran dos, sólo dos para cuidarlos de las piedras y las balas.
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