La crisis financiera de 2008 marca un antes y un después en la vida de la mayoría de los ciudadanos y ciudadanas occidentales y de los españoles en particular. Muchos de los derechos sociales que tanto había costado alcanzar y que partían de consensos básicos y constituyentes nacidos de los acuerdos sociales de la posguerra en Europa o de la Constitución de 1978, en nuestro caso, están siendo incumplidos por los poderes públicos.
La razón es conocida. Los gobiernos de centro-derecha y centro-izquierda han impedido que los responsables de la crisis, los bancos privados y las grandes fortunas, paguen sus consecuencias. No han podido o querido poner fin a las causas que la han provocado regulando de una manera más justa, redistributiva y eficaz los mercados financieros ni se han atrevido a someter el poder de las finanzas a los intereses generales. Las consecuencias son variadas y graves. En lugar de dar salida a la crisis, se sientan las bases para la generación de nuevas y más graves perturbaciones económicas en un breve plazo, mientras se debilita el estado social que con tantos sacrificios trajeron a nuestro país quienes lucharon por la democracia. Al dejar que las finanzas impongan su lógica económica y su voluntad a la ciudadanía, se paraliza la economía y se resquebraja la democracia. Al limitarse a salvar a la banca privada y a dejar que imponga nuevamente sus decisiones al conjunto de la sociedad, se incrementa la desigualdad y la desconfianza en la política.
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