El vigente Código de Derecho Canónico estable que el papa es quien libremente nombra a los obispos (c. 377). El mismo canon indica también que, cuando se trata de hacer un nombramiento episcopal, el Nuncio ha de elaborar una terna que envía a Roma, previa consulta a los obispos de la provincia eclesiástica y al presidente de la Conferencia Episcopal. Es de suponer que, para el nombramiento del nuevo obispo de San Sebastián, se han tenido en cuenta estos requisitos, si bien es cierto que existe la fundada sospecha de que, en este caso, ha debido pesar más la opinión del cardenal Rouco que el punto de vista de los obispos de Bilbao y Vitoria. No sabemos si el Nuncio, como también dice el citado canon, ha oído el parecer de algunos clérigos o “laicos que destaquen por su sabiduría”. En cualquier caso, el mismo Código señala que, si se hacen estas consultas, eso se haga “en secreto”. Sin duda, esta prevención se toma para que el papa se sienta libre al hacer el nombramiento. Es decir, se asegura así la plena libertad del papa para designar al que prefiera. Lo cual se consigue a costa de ocultar el nombre del obispo elegido al clero y a los fieles laicos a los que va a gobernar ese obispo. Por tanto, resulta evidente que la Iglesia está organizada de manera que lo que en ella interesa sobre todo es afirmar el poder libre del papa. Lo que puedan pensar o cómo puedan reaccionar los sacerdotes y los fieles es algo que en la Curia Vaticana interesa tan poco, que ni se les consulta a los interesados. Y hasta se les oculta la decisión. Como es lógico (y es humano), en un ambiente así, de ocultamiento, la situación se presta a que haya manejos ocultos, al servicio de intereses inconfesables.
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