Cuando Prometeo desobedeció a Zeus (entre otras desobediencias que ya había tenido con su padre), cuenta el mito, tuvo -digámoslo así- un castigo ejemplar.
La condena respondía al acto “delictivo” que Prometeo había realizado, hurtando el fuego de los dioses para devolvérselos a los hombres.
¿Un acto irracional? Sin embargo, los dioses no necesitaban del fuego y los hombres sí para no morir.
Cabe preguntar: ¿a qué le temió Zeus para administrar tal castigo?, ¿su poder decrecía?, ¿la desobediencia lo exponía al ridículo frente a los otros dioses de la corporación? O tal vez, gestionar el sufrimiento de Prometeo le otorgara cierto placer, después de Freud, podríamos decir, perverso.
Lo probable es que Zeus haya sentido inseguridad, aún encerrado en el Olimpo junto a otros dioses y deidades menores. La cosa es que optó, a pedido de una diosa, por la pena de muerte. Una pena de muerte eterna -claro los dioses son eternos- condenando a Prometeo a que un águila le comiera el hígado durante la noche; se le regenerarse durante el día para comenzar otra vez el ciclo.
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