Los Obispos tienen derecho a hablar y a disentir. Vaya por delante una afirmación que debieran tener en cuenta muchos comentaristas de acera y bocadillo o de tertulias sesudas. Pero los Obispos deben tomar conciencia de que si hablan se exponen a que los demás mostremos nuestra discrepancia, les recordemos su historia no siempre lúcida y les preguntemos sobre muchas cuestiones oscuras relativas por ejemplo al dinero que manejan o a los criterios científicos que han guiado su historia. Deben ser conscientes de que su opinión merece el mismo respeto –hablando en términos políticos- que la del albañil, el presidente de un consejo de administración o el boticario de la esquina. Arrogarse una superioridad absoluta que planea sobre toda cabeza viviente y pensante encierra una soberbia despreciable por anticristiana. La jerarquía no es un poder del estado de derecho. Y como conjunto episcopal no tiene potestad reconocida para imponer criterios científicos. ¿Habrá que recordar los errores cometidos en el terreno de la ciencia por el magisterio eclesiástico? La Iglesia ha sido históricamente enemiga de cualquier avance investigador. La grandeza de Dios no puede erigirse sobre el empequeñecimiento del hombre.
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