El día en que Ruth Paradies montó sobre el tren en la estación ferroviaria de Berlín supo que su partida ya no tendría vuelta atrás. Tal vez por eso no giró la cabeza para mirar a los ojos de su madre. Tal vez por eso se aferró a otros adolescentes judíos que, como ella, buscaban huir de aquella Alemania nazi hacia un lugar en el mundo que se abriera a su paso como tierra nueva. Y sin imaginar que cuarenta años más tarde, los dictadores argentinos torturarían con más saña a su hijo menor -al que aún no soñaba concebir- por su calidad de judío.
Las migraciones en el mundo han acompañado la historia misma de la humanidad como un sello indeleble. Colectivos humanos que dejan atrás esa patria que los aplasta, los persigue, los hambrea y les alza tantas veces ante los ojos una desbordante opulencia. Con la ñata contra el vidrio, los bienestares de los detentadores de derechos pasan ante los propios ojos con la ostentación de los poderosos.
Fronteras adentro y fronteras afuera de la propia tierra los desarrapados se elevan con celeridad a la categoría definitiva de “los otros”.
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