“Tenemos las manos sucias” y “Mi adorable dictador” son los títulos de dos artículos que publiqué en fechas recientes. En ellos preguntaba con la inocencia de quien despierta una mañana por qué Egipto y Túnez habían padecido durante cuarenta años la opresión de unos presidentes que incluso tenían pensado perpetuarse en las personas de sus hijos. Preguntaba por qué los mandatarios europeos y americanos recibían con todos los honores a Mubarak y a Ben Alí. Preguntaba por qué Gaddafi era considerado como reinsertado en la sociedad universal después de haberlo condenado por crímenes brutales. Y preguntaba por qué después de tantos años todos habíamos caído en la cuenta de la perversidad de esos gobernantes. Preguntaba mediante qué postulados bastardos habíamos compaginado la exigencia del respeto a los derechos humanos con dictaduras execrables.
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