En las aglomeraciones de las grandes urbes, en los andenes, en los aeropuertos, adquirimos cabal conciencia de nuestra pequeñez. Somos uno más entre tantos. Un individuo que apenas se recorta en la multitud anónima. En soledad o junto a los allegados que nos quieren, nos valoran, nos necesitan, nuestro yo se dimensiona y cobra importancia. Se convierte en un yo único, distinto. Solo una gota en la corriente avasalladora, pero que se integra y hace su modesto aporte personal.
Ser como todos o ser uno mismo. Imposible sustraerse a la época en que nos tocó nacer y a la sociedad con la que compartimos idioma, creencias, costumbres, prejuicios...
Es difícil, en todos los órdenes, ser innovadores, creativos, originales, auténticos. Sostener nuestras convicciones, abrazar una causa que consideramos noble y digna de ser defendida, pese a no coincidir con lo que piensan o hacen los demás. Para “remar contra la corriente” hay que tener la audacia de plantarse ante “todo el mundo” y a menudo quedarse solo, desvalido. Situación que describe Ionesco, autor francés de origen rumano, en su obra de teatro Rhinocéros (Rinoceronte):
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