Hasta la casa de Poço Fundo, donde Tom Jobin se encerraba para componer, se llevaron los deslaves. Cuando se despierta en sus iras espasmódicas, la naturaleza libre de frenos arrasa por el costado de lo vulnerable. No hay registro más crudo y preciso de los desamparos sociales históricos que un estallido de furia natural. Nadie pudo contar todavía los muertos en Haití cuando hace un año la tierra se tragó a un país con pies de cartón mojado y millones de habitantes de una negritud otrora libertaria, castigada con la hambruna eterna por su osadía.
Brasil es un ícono en el mundo. Se eleva en el pináculo de los más ricos. Y se hunde en el infierno de los más injustos. De la pobreza más pobre, de la marginalidad más al margen, de la muerte más violenta. La parafernalia carioca de carnaval y samba, de alegría desbordada en sudor y alcohol, de playa cosmopolita, rica y turista se incrusta brutalmente en las favelas alimentadas desde hace tres siglos por la esclavitud africana, sus hijos y sucesores, es decir, todos aquellos que no tuvieron lugar en el engranaje del capitalismo desaforado.
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