El empleado del peaje lo vio y sintió que era la fotografía más cabal de un cristo abandonado a toda suerte. Con la morochez eterna en la piel, los ojos sesgados y el pelo renegrido estaba sentadito con el torso desnudo a un costado de la ruta 226, solo, con la vulnerabilidad que le asomaba por cada uno de sus poros. Cuando le preguntó qué hacía ahí y adónde pensaba viajar, él primero no entendió ese español que le resulta tan ajeno y a la tercera vez que le repitió, contestó tímidamente, como en un hilo de voz, que a Bolivia. Ya el turno del empleado había terminado, lo cargó en su auto y lo llevó hasta el barrio boliviano de la ciudad, a miles de kilómetros de su tierra. Recién con los suyos y en quechua todos pudieron ir uniendo las piezas desperdigadas del rompecabezas de su historia. Que se llamaba Waldemar, que tenía 17 años, que habían sido duros días de trabajador quintero, traído quién sabe por quién y cuándo, que los métodos de control eran férreos y denigrantes, la paga irregular y que quien sabe de dónde había sacado la osadía para birlar la atención de los capataces al empezar aquella tarde a caminar hasta llegar al peaje. Indocumentado, cansado, totalmente desorientado y sin rumbo, representaba –sin imaginarlo, siquiera- a millones de waldemares esclavizados sobre la tierra.
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