La Iglesia llora todavía la viudedad que le sobrevino con la muerte de Franco. Para treinta y tantos años va su nostalgia, su dolor, su soledad. El matrimonio a veces es costumbre, sólo costumbre. Pero da calor, bienestar de inercia, anclaje vital. La ausencia de una parte conduce, aunque sólo sea por egoísmo y defensa propia, al llanto, al luto de autoprotección, a añoranza lastimera. Pero puede servir también como recuerdo autocrítico. La Iglesia se ha refugiado en lágrimas sembradas por las esquinas, en nostalgia del apoyo perdido, en vacío doliente de lo que fue y pudo haber sido para siempre. No se ha preguntado por aquel adulterio. Ha preferido, por comodidad, el velo de su tristeza.
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