En mi niñez la santidad era otra cosa. Los santos vivían en el extrarradio del mundo. Contaban de algunos que se habían negado a alimentarse con el pecho materno para no contaminarse con la carne siempre pecadora de la mujer. Eran muchos los que morían sin haber mirado nunca un rostro femenino, ni siquiera el materno. Y las mujeres santas jamás conocieron varón. Lo masculino era ocasión de pecado para ellas. Era una santidad blanca, de gorettis y teresitas de Lisieu, de bendita sea tu pureza y eternamente lo sea. Junto a Papas opulentos de tiaras coronados había hombres de boina y mujeres de delantal sopero.
Hoy los santos son otra cosa. Viajan en AVE, Concorde, coches blindados, con escolta policial, con reyes y mandatarios de rodillas besando anillos. No hay obreros de la Fiat ni empleadas de hogar. Si acaso alguno, como para despistar.
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